Vamos al cine. En Cinema Paradiso el protagonista es un niño que pasa buena parte de su infancia junto a la máquina de un cine de pueblo, rodeado de carboncillos, de bobinas donde venía enrollada la película, acompañando siempre a su amigo el operador, y viendo la vida pasar a través del agujero en la pared que separaba la cabina de la sala de proyección.
Quien esto escribe pasó también muchas horas pintando en la pared con los carboncillos de la máquina de cine, guardando carteleras de películas de indios, ayudando de vez en cuando a su padre y a su tío Juan a pasar la película a través de las bobinas. Quien esto recuerda visitó también el paraíso en su infancia, las Tres Campanas. Ese lugar mágico que estaba junto a la Plaza de la Soledad en Badajoz, donde compraba figuritas de comanches y navajos, con los que formaba ejércitos tirado en el suelo de la habitación de la máquina del cine de verano. Su infancia fue puro oeste.
La realidad y la ficción iban de la mano en un pueblo de colonos, donde Don Isidoro marcaba el paso del tiempo con su regla y su docencia que tanto recordaba al maestro arengador de Amanece que no es poco (otra vez el cine), al compás que Toro Sentado o Gerónimo atacaban ranchos y robaban caballos al Séptimo de Caballería huyendo por las montañas del desierto de Nevada, al tiempo que el olor a leche recién ordeñada salía de los corrales de la calle de la Paloma o de la señora Asunción y bañaba el aire, al tiempo que John Wayne guardaba diligencias con bellas señoritas camino del fuerte Apache, al tiempo que el tren te despertaba de las dulces siestas de verano, y no sabías si ese tren venía de de Boston repleto de buscadores de oro, o pasaba por allí camino de Guadiana con reclutas y petates llenos de cartas de la madre y mudas recién planchadas. Y los nombres de Missisipi o Texas se mezclaban en su imaginario con los de Pueblonuevo, Novelda, Valdelacalzada, Zurbarán, donde estaba su prima Carmen, Palazuelo, Valdivia, El Torviscal o Vegaviana, auténticos pueblos de diseño, calles de tiralíneas, con casas encaladas en lugar de ranchos, con carros y los primeros tractores en lugar de lazos y rodeos.
Cuentan los historiadores que el proyecto de colonización venía ya de los tiempos de la República y que se plasmó a lo largo de los primeros años de la dictadura militar.
Lejos de entrar a valorar las luces y las sombras que acompañaron este proceso que cambió para siempre el paisaje y la geografía humana de Extremadura (eso le corresponderá a los investigadores y a los maestros de historia), uno va a hablar se su propio oeste, y de la Calle Ancha que Rorry, Juan, Nicolás y José Antonio recorrían como pistoleros en busca de los duelos amorosos de la pubertad.
Uno imaginaba que a su paso las ventanas del saloon se cerraban, que las madres escondían a sus hijas en las habitaciones de sus casas, que las campanas de la iglesia dejaban de sonar, y que el aire cortaba las caras dejando huellas de antiguas batallas, de antiguos duelos en OK Corral.
En todo caso estas Crónicas no van a pretender otra cosa que una reivindación del oeste, de un estado mental, de la épica que acompañó a buena parte de los protagonistas que se sumaron a la Caravana de un nuevo mundo, y que venían del sur, de la sierra, de las tierras veratas, allá en el norte, de la Siberia, en el este, conformado una auténtica rosa de los vientos a veces huracanados por el dolor de la guerra, y por supuesto una vuelta a la infancia, porque lo quiera o no, uno es hijo del Far Wext.