Bajo los soportales del ayuntamiento jugábamos a los rincones. Era la señal de la llegada de la primavera, y con ella podíamos llegar más tarde a casa.
Luego le tocaba el turno al juego que llamábamos españaportugal. Uno sujetaba el pañuelo, la frontera, mientras de cada lado venían corriendo dos niños a conseguir traspasar la raya. Y aquel que lo cogiera en sus manos ganaba la partida. Y vuelta a empezar.
Uno iba a la puerta del ayuntamiento pensando que bajo su techo alguien había dibujado una rosa de los vientos, una rosa bajo cuya sombra crecían los cuatro puntos cardinales, los cuatro rincones desde los cuales llegó por los años sesenta la Caravana del Oeste, la de aquí, la de La Codosera, en la raya portuguesa, la de la Vera en las Sierras del Norte, la de Segura de León en el viejo Sur, el de Manolo y Ramón, antes de ser mellizos, la de Quintana en el Este de los montes de Andrés, antes de ser Diego.
Con la llegada de la geografía a sus vidas llegó la memoria a su álbum de fotos, un álbum donde se mezclaban los cromos del chocolate Zahor con las fotografías de Arturo, los santos de indios asaltando diligencias con imágenes de la primera comunión, de la primera boda en el cine del abuelo Flores, de la primera feria en la Calle Ancha, antes de llegar los coches de choque a la Plaza de la Iglesia, de la primera procesión del Corpus con la calle Pozo llena de altares y de juncos del canal.
Arturo retrató los primeros días de todo, y con él uno conoció que antes no había nada. Bueno sí, un poco. Un poco de romanos montados a lomos de los John Deere, un poco de los ecos del Corán que venían de las murallas de Badajoz y de la dehesa de Sagrajas, un barco de navegantes con nombres de pueblos nuevos que llegaba de América, y unos presos que abrieron en canal los campos de la Vegas Bajas.
Pero después del campo floreció la rosa y amainó el viento huracanado, y con ellos llegaron los colonos y las parcelas, y aunque no había indios, uno pensaba que Arturo era chamán, brujo, el jefe apache Winnetou de las novelas ilustradas de Karl May. Y pensaba que con su cámara lo retrataba todo, y con el retrato nos robaba el alma, al tiempo que él se convertía en la verdadera memoria gráfica del Far Wext y en su depositario, el que descifra el pasado y prevé el futuro, como los oráculos griegos, porque uno imaginaba que al caer la noche en el Cortijo de San Nicolás, el que hubo en la Ronda de Mediodía, a oscuras, Davy Crockett y Ojo Negro fumaban la pipa de la paz, y allí estaba el Rey Arturo, y con él su cámara y un peine en el bolsillo de la camisa, cuidando de que no se velaran las fotos de la primera comunión de Juanito, o la del padre de uno en el milquinientos, y cuidando de que nunca acabara la magia del juego bajo los soportales del ayuntamiento.
Luego le tocaba el turno al juego que llamábamos españaportugal. Uno sujetaba el pañuelo, la frontera, mientras de cada lado venían corriendo dos niños a conseguir traspasar la raya. Y aquel que lo cogiera en sus manos ganaba la partida. Y vuelta a empezar.
Uno iba a la puerta del ayuntamiento pensando que bajo su techo alguien había dibujado una rosa de los vientos, una rosa bajo cuya sombra crecían los cuatro puntos cardinales, los cuatro rincones desde los cuales llegó por los años sesenta la Caravana del Oeste, la de aquí, la de La Codosera, en la raya portuguesa, la de la Vera en las Sierras del Norte, la de Segura de León en el viejo Sur, el de Manolo y Ramón, antes de ser mellizos, la de Quintana en el Este de los montes de Andrés, antes de ser Diego.
Con la llegada de la geografía a sus vidas llegó la memoria a su álbum de fotos, un álbum donde se mezclaban los cromos del chocolate Zahor con las fotografías de Arturo, los santos de indios asaltando diligencias con imágenes de la primera comunión, de la primera boda en el cine del abuelo Flores, de la primera feria en la Calle Ancha, antes de llegar los coches de choque a la Plaza de la Iglesia, de la primera procesión del Corpus con la calle Pozo llena de altares y de juncos del canal.
Arturo retrató los primeros días de todo, y con él uno conoció que antes no había nada. Bueno sí, un poco. Un poco de romanos montados a lomos de los John Deere, un poco de los ecos del Corán que venían de las murallas de Badajoz y de la dehesa de Sagrajas, un barco de navegantes con nombres de pueblos nuevos que llegaba de América, y unos presos que abrieron en canal los campos de la Vegas Bajas.
Pero después del campo floreció la rosa y amainó el viento huracanado, y con ellos llegaron los colonos y las parcelas, y aunque no había indios, uno pensaba que Arturo era chamán, brujo, el jefe apache Winnetou de las novelas ilustradas de Karl May. Y pensaba que con su cámara lo retrataba todo, y con el retrato nos robaba el alma, al tiempo que él se convertía en la verdadera memoria gráfica del Far Wext y en su depositario, el que descifra el pasado y prevé el futuro, como los oráculos griegos, porque uno imaginaba que al caer la noche en el Cortijo de San Nicolás, el que hubo en la Ronda de Mediodía, a oscuras, Davy Crockett y Ojo Negro fumaban la pipa de la paz, y allí estaba el Rey Arturo, y con él su cámara y un peine en el bolsillo de la camisa, cuidando de que no se velaran las fotos de la primera comunión de Juanito, o la del padre de uno en el milquinientos, y cuidando de que nunca acabara la magia del juego bajo los soportales del ayuntamiento.