Forasteros. O al menos eso decían. Otros les llamaban gruñidores. Nunca supo uno la razón exacta de este nombre.
Los veladores de la plaza se llenaban de acentos multicolores; ahí va la hostia pues, oye nen, sis plau, Pachi, ¿me darías un cigarro?
Las aceras de la calles se poblaban de coches con matrículas de allende el Tajo (M, SS, B, BI) y pegatinas de Leganés, y uno pensaba que Leganés era la patrona de algún secarral castellano, o el nombre de algún bar de barrio, hasta que uno fue, con los mellizos, siempre los mellizos, a Leganés, y allí el acento se volvió familiar, con esa textura azul que sólo crece en las orillas del Guadiana, y la botella de anís volvió a ser el tambor que marcaba el ritmo de la jota de Olivenza.
Uno fue a Leganés sin saber que al mellizo no le dejarían entrar en la discoteca por llevar zapatillas. Uno fue a Leganés sin conocer que allí los clientes de los veladores de la plaza también eran forasteros, y que llevaban en sus coches pegatinas con bellotas a tres colores, verde, blanca y negra. Eran los primeros años de banderas, y las bellotas florecían entre torres de hormigón y la ropa tendida en un pequeño balcón de una décima planta. De la misma ropa que, en verano, se tendía en enormes corrales encalados para que llevaran, a la vuelta a Alcorcón o a Azpeitia, impregnados el olor del heno y la menta de los eucaliptos del parque, cuando era parque. Bueno, sí, y un poco de sangre de algún mosquito atraído por el riego y el maíz.
Y es que con la vuelta por julio de los forasteros al Far Wext, llegaron los emigrantes, los mismos que algunos años antes, habían hecho de la vega una república de colonizaciones y una casa de acogida. Y el Far Wext se convirtió en un círculo en el tiempo, en bucle infinito.
Y uno comprendió entonces que este Far Wext nuestro de cada día siempre fue lugar de idas y venidas. Llegaron tribunos romanos jubilados, y se marcharon. Vinieron después los poetas de Arabia y los expulsaron. Llegaron héroes de América y no se fueron, porque en realidad nunca estuvieron aquí. Sólo sus nombres. Arribaron cuadrillas de presos para construir un canal, para darnos agua, y esos no podían irse. Desaparecieron, simplemente. Llegaron nómadas durante los largos veranos de tomates y bicicletas, y también se fueron. Pasaron esos hombres cuyos nombres nos hacían temblar, los reyes del miedo y del Penal del Puerto, y tal como se hicieron dueños de nuestras pesadillas, volaron del UHF y del corro de la patata. Pasaron también hombres negros de lentejuelas, esos con los que Rorry bailaba en el Club El Paraíso, pero también se fueron, porque el vídeo y Boney M acabaron con ellos. Y aquellos colonos de Quintana que vinieron una mañana con lo puesto, se fueron una tarde a coger el tren a la estación de Talavera, y sólo volvieron a animar las noches de verano en los veladores, o los benidores de la plaza, como los llamaba la madre de uno. ¿Es que acaso éramos todos forasteros?
Los veladores de la plaza se llenaban de acentos multicolores; ahí va la hostia pues, oye nen, sis plau, Pachi, ¿me darías un cigarro?
Las aceras de la calles se poblaban de coches con matrículas de allende el Tajo (M, SS, B, BI) y pegatinas de Leganés, y uno pensaba que Leganés era la patrona de algún secarral castellano, o el nombre de algún bar de barrio, hasta que uno fue, con los mellizos, siempre los mellizos, a Leganés, y allí el acento se volvió familiar, con esa textura azul que sólo crece en las orillas del Guadiana, y la botella de anís volvió a ser el tambor que marcaba el ritmo de la jota de Olivenza.
Uno fue a Leganés sin saber que al mellizo no le dejarían entrar en la discoteca por llevar zapatillas. Uno fue a Leganés sin conocer que allí los clientes de los veladores de la plaza también eran forasteros, y que llevaban en sus coches pegatinas con bellotas a tres colores, verde, blanca y negra. Eran los primeros años de banderas, y las bellotas florecían entre torres de hormigón y la ropa tendida en un pequeño balcón de una décima planta. De la misma ropa que, en verano, se tendía en enormes corrales encalados para que llevaran, a la vuelta a Alcorcón o a Azpeitia, impregnados el olor del heno y la menta de los eucaliptos del parque, cuando era parque. Bueno, sí, y un poco de sangre de algún mosquito atraído por el riego y el maíz.
Y es que con la vuelta por julio de los forasteros al Far Wext, llegaron los emigrantes, los mismos que algunos años antes, habían hecho de la vega una república de colonizaciones y una casa de acogida. Y el Far Wext se convirtió en un círculo en el tiempo, en bucle infinito.
Y uno comprendió entonces que este Far Wext nuestro de cada día siempre fue lugar de idas y venidas. Llegaron tribunos romanos jubilados, y se marcharon. Vinieron después los poetas de Arabia y los expulsaron. Llegaron héroes de América y no se fueron, porque en realidad nunca estuvieron aquí. Sólo sus nombres. Arribaron cuadrillas de presos para construir un canal, para darnos agua, y esos no podían irse. Desaparecieron, simplemente. Llegaron nómadas durante los largos veranos de tomates y bicicletas, y también se fueron. Pasaron esos hombres cuyos nombres nos hacían temblar, los reyes del miedo y del Penal del Puerto, y tal como se hicieron dueños de nuestras pesadillas, volaron del UHF y del corro de la patata. Pasaron también hombres negros de lentejuelas, esos con los que Rorry bailaba en el Club El Paraíso, pero también se fueron, porque el vídeo y Boney M acabaron con ellos. Y aquellos colonos de Quintana que vinieron una mañana con lo puesto, se fueron una tarde a coger el tren a la estación de Talavera, y sólo volvieron a animar las noches de verano en los veladores, o los benidores de la plaza, como los llamaba la madre de uno. ¿Es que acaso éramos todos forasteros?
Rades
Número 16. Septiembre de 2008